Jorge Lofredo
Hasta el momento, el Ejército Popular Revolucionario ha sido la única organización que se ha referido al tema de las autodefensas, desde que este fenómeno alcanzó relevancia periodística en los últimos meses. Esta cuestión, además, lleva a considerar dos elementos puntuales: el posicionamiento del grupo armado frente los fenómenos sociales de autodefensa y la fuerza con la que cuenta para manipular, o no, dichos procesos.
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Uno de los temas excluyentes en el discurso de las organizaciones clandestinas armadas mexicanas contemporáneas es el paramilitarismo. Sin excepción, en algún momento todas refirieron a la cuestión y es, además, la descalificación a la que apelan cuando vuelven a aflorar las diferencias entre ellas. En el caso de Guerrero, el ejemplo más reciente data del 2005, cuando distintos grupos —tanto clandestinos como legales— caracterizaron a Tendencia Democrática Revolucionaria como tal cuando se adjudicó la responsabilidad por la eliminación física de Miguel Ángel Mesino Mesino. Desde este estricto ámbito, el sentido que se le imprime al término paramilitar es exclusivamente político: lo de Mesino, denunciaron, ha sido un asesinato perpetrado por un grupo irregular en alianza con sectores del poder estatal, específicamente con el figueroísmo, en tanto que para los responsables del hecho fue un ajusticiamiento.
Siempre desde el relato de las organizaciones armadas, devienen paramilitares aquellos sectores en descomposición o bien grupos seudo revolucionarios que abdican de sus ideales y se vinculan de alguna forma con el Estado. Recientemente el EPR hizo puntual referencia al fenómeno y dijo al respecto que “aquí [en Guerrero] como en otros estados donde irrumpió públicamente nuestro partido y ejército, el PDPR-EPR en 1996, se implementó una intensa campaña de contrainsurgencia desplegada en varios frentes, a través de los programas gubernamentales, por medio de la infiltración y cooptación de los militantes y combatientes de nuestro partido y ejército, con el paramilitarismo vía el narcotráfico, en fin, por todos los medios, con el propósito de restarle base social y política al movimiento armado revolucionario como primer paso para poder aniquilarlo, en palabras de ellos se trataba de ‘quitarle el agua al pez donde se mueve’.” La lectura de este párrafo muestra a las claras que, para el EPR, el paramilitarismo es un fenómeno íntimamente vinculado al desarrollo de una guerra de baja intensidad contra la insurgencia.
Una variación sobre el mismo tema es la diferencia entre autodefensa y autodefensa armada que propone la organización clandestina. Según el EPR, el punto fundamental es si la iniciativa es espontánea —vulnerable a instancias gubernamentales— o bajo la dirección del partido revolucionario, como propone. En el mismo periódico ya citado, expresó: “dos son las expresiones fundamentales de las policías, guardias o rondas comunitarias, una obedece a la lógica de la institucionalización del paramilitarismo y la militarización, otra un genuino esfuerzo y manifestación del hartazgo social, pero que por el contexto de violencia y terrorismo de Estado disfrazado de ‘delincuencia’ está siendo arrastrada al espontaneísmo que finalmente conduce a la lógica del paramilitarismo institucional.” Para no dejar dudas, el grupo remarcó en su editorial: “Provocación montada para ingenuos, desinformados y espontaneistas, que sin un análisis sobre fines objetivos y contexto caen en la trampa de la provocación”. (El Insurgente Nº 146, marzo de 2013.)
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Tras la lectura del texto eperrista —donde se desprende que por falta de conducción política revolucionaria sobreviene el riesgo de que grupos de autodefensa se transformen en paramilitares— surge el análisis del papel que juega la guerrilla en esta dinámica social de autodefensa. El EPR ya lo afirmó anteriormente: sectores ahora en descomposición o seudo revolucionarios están en la zona donde emergieron las autodefensas, policía comunitaria y grupos paramilitares; y ese es el vínculo entre una y otra realidad. Para el caso es necesario considerar dos temas fundamentales.
El primero de ellos es que tanto el frente de masas como la modalidad de autodefensa que el EPR reivindica en sus textos no han sido generados por el grupo armado sino que existen previamente y con dinámicas autónomas de cualquier actividad guerrillera; por lo que no ha sido impulsado ni generado desde la clandestinidad. En tanto que el segundo ítem refiere más a una situación de coyuntura antes que de largo aliento y refiere a que en las condiciones actuales (búsqueda de legitimidad del EPR en zonas donde existe fuerte presencia de movimientos sociales) está acotado el espacio militar de actividad guerrillera pues abre la posibilidad de provocar un asedio aún más fuerte contra los movimientos sociales como también acabaría aislando aún más a la guerrilla en esas regiones.
Por lo tanto, es posible considerar que el surgimiento de movimientos de autodefensa en aquellas zonas donde hubo presencia de guerrillas explica mejor el grado de desarrollo que la lucha social ha alcanzado a través de los años antes que una vinculación directa entre ambos fenómenos. De hecho, antes que confirmar sin contrapunto la presencia del EPR en esas comunidades habría que voltear la mirada al Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente. Pero a la vez es imprescindible no olvidar que el ERPI ha sido descabezado hace cuatro años, con el asesinato de su máximo dirigente en la entidad. Así pues, amplificar sus fuerzas, magnificar sus alcances —considerada su presencia y actividad detrás de cualquier movimiento de protesta social— y, lo más importante, aceptar que el activismo social se muestre proclive a pertenecer a una organización clandestina, armada, una estigmatizada y la otra debilitada resultase una situación sencilla como cualquier otra decisión política y como si no supiese la intensidad de la dinámica represiva que ello representa, propone una situación que no se corresponde con la lógica armada de la guerrilla ni con la lógica política de los movimientos sociales. Para unas representa un alto riesgo a su seguridad interna y una amenaza cierta de aniquilación; para los otros, una invitación abierta a la represión.
Las organizaciones sociales, para el caso, no son tan inocentes para protagonizar, dóciles y acríticamente, el juego que presuntamente propone una guerrilla en el seno de sus propias comunidades.
Ahora bien: si se acepta que es la guerrilla la que, efectivamente, está detrás de las policías comunitarias, movimientos de autodefensas, o cualquier otro fenómeno semejante también debe aceptarse que es capaz de conducirlos hacia sus intereses, para que representen sus políticas, se alineen a sus estrategias y tácticas. No está claro cuándo acumuló tanto poder si ni siquiera es un tema de agenda de la anterior ni de la actual administración federal. Tampoco sería posible explicar si primero los genera y luego los niega en sus documentos o desde cuándo una guerrilla tiene tanto poder como para embarcarse en una exitosa estrategia de masas. ¿Cuándo y cómo alcanzó tanto predicamento?
Si los movimientos de autodefensa alcanzan un mayor grado de desarrollo político o se transforman en grupos paramilitares es otra situación que escapa al presente pero, y vale la reiteración, las organizaciones armadas siguen de cerca lo que sucede en estos lugares (de hecho es imposible suponer que son indiferentes a los mismos). No obstante, existe una distancia demasiado pronunciada para que sea iniciativa suya ni que su participación sea un factor excluyente para restar legitimidad al reclamo.
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