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A monseñor Romero «le pedían ayuda los ricos y los guerrilleros, y a nadie le decía que no»

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Entrevista a Gaspar Romero, hermano menor de Óscar Arnulfo Romero

Gaspar Romero está cada vez más cerca de convertirse en el hermano de un santo de la Iglesia católica desde que, hace unos días, el Vaticano dio un paso definitivo en el proceso de beatificación de Monseñor Óscar Arnulfo Romero Galdámez al reconocerlo oficialmente como «mártir». En esta entrevista de agosto de 2011, de la que reproducimos lo esencial, el menor de los hermanos Romero habla con familiaridad del arzobispo asesinado en marzo de 1980

Gaspar es el menor de los siete hijos que tuvo el matrimonio formado por Santos Romero y Guadalupe Galdámez. El segundo se llamaba Óscar Arnulfo, y es el más universal de todos los salvadoreños, algo que, para bien o para mal, todos los familiares que le sobrevivieron han tenido que aprender a sobrellevar.

 Su condición de hermano ha permitido a Gaspar, entre otras cosas, estrechar la mano de la reina Isabel II del Reino Unido, pero también le ha supuesto que no pueda llegar a la cripta donde está enterrado su hermano sin que alguna voz le pida que tome un micrófono y hable en público, algo que no le entusiasma.

Monseñor Romero era un hombre muy entregado a su labor pastoral, pero también tuvo algo de tiempo para los suyos. Gaspar aún recuerda las reuniones familiares que, en torno a fechas como la Navidad o el Año Nuevo, organizaban cuando su hermano era el arzobispo de San Salvador.

«Después de la misa, la cena, y luego contábamos chistes hasta la 1 o las 2 de la mañana», dice. El 15 de agosto de 2011 se cumplirán 94 años desde el nacimiento de monseñor Romero y, como cada año, la fundación que lleva su nombre realiza una serie de actividades conmemorativas. Gaspar da mucha importancia a este tipo de eventos, como si con ello nos quisiera decir que, en un país tan violento como El Salvador, de las enseñanzas del obispo mártir hay que seguir hablando en presente y no solo hacerlo en pasado.

¿Cuánto se llevaban usted y monseñor Romero?

12 años. Éramos siete hermanos; él era el segundo, y yo, el último (…) Cuando yo nací, él ya se había ido a estudiar al seminario menor de San Miguel. Empiezo a acordarme de él cuando yo tenía unos 5 o 6 años, que venía a pasar sus vacaciones a Ciudad Barrios. Andaba siempre de sotana y me invitaba a ir con él a la iglesia, porque solo en la iglesia pasaba.

En San Miguel vivía en un seminario, y cuando tenía unos días para descansar, solo en la iglesia pasaba.

Cabal. Lo que pasa es que él era muy religioso, y también un hombre muy inteligente, un fuera de serie, desde pequeño: como en Ciudad Barrios solo había hasta tercer grado, mi padre le puso una profesora para que lo preparara para el seminario de San Miguel. Y estando allá pasó lo mismo: el director dijo que mejor lo mandaran a San Salvador.

Cuéntenos cómo fue su infancia. Entendemos que la familia tenía ciertas comodidades…
Por ahí hay un libro que dice que el nuestro era un hogar paupérrimo, pero eso es falso. Mi padre era de Jocoro (Morazán) y lo trasladaron por su trabajo de telegrafista a Ciudad Barrios. Mi madre era profesora. El nuestro era un hogar modesto, sin abundancia, pero tampoco éramos pobres. Nuestra casa estaba en el mero centro de la ciudad, y teníamos tierras con café. (…) Perdimos [ese terreno] por un señor llamado Claudio Portillo (…) Cuando mi papá ya estaba muy enfermo, pidió de palabra a Claudio Portillo que le administrara la finca, que se pagara con la cosecha, pero que le pasara siempre algún dinero a la familia, y así se hizo durante un tiempo. En 1937 murió mi papá, y mi mamá quedó a cargo. Ella se enfermó, tuvo un derrame y quedó paralítica del lado derecho y, como ya no podía trabajar, dependíamos de esos pagos. Pero ese señor Portillo se fue a San Miguel, hizo un chanchullo con un abogado y ahí se acabó la finca. Yo fui una vez a hablar con él, y me dijo que solo hablaría con Óscar, pero él estaba en Roma. Cuando mi hermano vino, le comenté la situación y me dijo: «No, ¿para qué pelear por eso?» Yo creo que desde ahí comenzó a no tener apego a las cosas materiales.

Ha mencionado la estancia en Roma. ¿Habló con él alguna vez sobre ese viaje?
Sí, claro. Estudió en el Pontificio Colegio Pío Latinoamericano y se ordenó como sacerdote en 1942. Eran tres los que viajaron: él, monseñor Valladares y el padre Yánez. Tuvieron muchos problemas porque, estando ellos allí es que se agravó la II Guerra Mundial, El Salvador declaró la guerra a Italia, y los retuvieron. Alguna vez me contó que, para no perder tiempo, aprendió idiomas y pidió permiso al Vaticano para estudiar sus archivos.

Tengo entendido que, una vez logró salir de Italia, llegó en barco a la Cuba de Batista, y allí tuvo más problemas…
Lograron salir de Italia cuando investigaron que no eran espías ni nada de eso. Y sí, llegaron a Cuba para hacer un trasbordo, pero los apresaron por la misma causa. Los tuvieron en algo muy parecido a un campo de concentración. La alimentación era muy deficiente: monseñor Valladares se enfermó gravemente, y Óscar adelgazó muchísimo. De ahí salieron para México, llegaron a El Salvador, y recuerdo que a los días se le hizo una gran recepción en Ciudad Barrios. ¡Ah! Todo el pueblo dejó de trabajar para recibirlo.

¿Qué significaba en esa época tener un cura en la familia?
En ese tiempo el cien por ciento de la gente era católica, muy devota y yo diría que hasta fanática. Cuando él estuvo en Roma, siempre le preguntaban a mi mamá: «¿Cuándo viene el padrecito? ¿Qué ha sabido del padrecito?» Todo mundo estaba pendiente.

El regreso fue a finales de 1943, y usted para entonces tenía 14 añitos. Bien podría decirse que ahí empezó a conocer a su hermano.
Eso quería decirle. No sé si por gracia de Dios o por un misterio que no he acabado de comprender, pero nosotros, además de hermanos, nos hicimos muy amigos. En Ciudad Barrios se quedó unos cuantos días. Toda la gente llegaba a visitarlo a la casa, pero en las noches se quedaba platicando con la familia, contándonos.

¿De qué hablaba con su hermano?
Recuerdo que un día me dijo: «Mirá, y vos, ¿cómo estás?». Bueno, le dije yo: «Hice el tercer grado y aprendí a utilizar el telégrafo, y ya estoy trabajando de mensajero». Y me dijo: «¿Y así te pensás quedar?». Me extrañó esa pregunta porque la profesión de telegrafista era muy solicitada. «Vos tenés que terminar aunque sea tu primaria», me dijo. Le respondí que para eso había que ir a San Miguel y que no era tan sencillo, pero a los días él se fue a hablar con monseñor Machado (Miguel Ángel Machado y Escobar obispo de San Miguel entre 1942 y 1968), y al regresar me dijo: «Me mandan para Anamorós, en La Unión, y yo quisiera que me acompañaras». Yo renuncié al telégrafo y me fui con él.


De Anamorós, sin agua ni luz, a San Salvador


La de Anamorós fue la primera parroquia que monseñor Romero tuvo a su cargo.
Un pueblo en el que no había agua, no había luz, no había carretera… Pero cuando supieron que íbamos, a saber cómo, un montón de ciudadanos llegaron a buscarnos en bestias y hubo también un gran recibimiento. Estuvimos como tres o cuatro meses allí, para sustituir a un sacerdote español; el padre Abarca creo que se llamaba. Al nomás llegar, Óscar empezó a trabajar: hizo doctrina para los niños, deportes para los jóvenes, charlas de conocimientos para los mayores… Yo lo ayudaba. Nos íbamos a Nueva Esparta, a Polorós, a Concepción de Oriente… siempre en bestia. Pasábamos en Anamorós, pero él era el cura de todos esos pueblos. Pero monseñor Machado lo regresó a San Miguel para que trabajara como su secretario. A los de Anamorós no les gustó mucho. Ahí nos separamos. Me dijo que el trabajo allí iba a ser distinto, y me mandó a terminar la primaria al colegio de los maristas, siempre en San Miguel. (…)

¿Su hermano nunca le pidió [que fuera sacerdote]?
Cómo no. Él vivía junto a otros padres en la iglesia de Santo Domingo. Yo a veces almorzaba con ellos y recuerdo que le decían bromeando: «Mirá, decile a tu hermano que se haga cura». Pero no… Mi hermano me preguntó si quería seguir estudiando, y yo para esa época tenía muy claro que me gustaba la radio, que en ese tiempo era toda una novedad. Averiguate, me dijo, y supimos de una academia en San Salvador: la Academia Edison. Él me sostuvo económicamente al principio, incluso vino a dejarme y me presentó al director. Enseñaban radiotelegrafía, radiotécnica… Como les digo, toda una novedad, pero, como yo era telegrafista, tenía las bases.

Usted en San Salvador, y su hermano, en San Miguel. Supongo que no se vieron tanto en esos años.
Poco. Yo llegaba algún sábado o un domingo, pero además él siempre tenía mucho trabajo por todo lo que organizó, como en Anamorós. No sé cómo le alcanzaba el tiempo: tenía una organización de vendedores de periódicos, otra de lustrabotas, otra de alcohólicos anónimos, de señoras de la caridad… Cuando lo iba a buscar, me decía: «Es que voy a una reunión». «Te espero», le decía yo. «Pero es que luego voy a otra reunión…»

Monseñor Romero vino a San Salvador en 1967 y lo nombraron obispo en 1970. ¿Estuvo en aquella ceremonia oficiada por el padre Rutilio Grande?
Sí, fue en el gimnasio del Liceo Salvadoreño. Llegó hasta el presidente de la República, Fidel Sánchez Hernández. Había muchos invitados de saco y corbata, ministros… Cuelludos, jajaja, así que yo no estuve tan cerca de él. Sí recuerdo que vinieron muchos autobuses de Ciudad Barrios y de San Miguel, y que el gimnasio estaba llenísimo.

¿En esos años que él vivía en San Salvador se veían seguido?
Él a veces nos visitaba en la casa, o yo llegaba a buscarlo y nos íbamos al mar. Cuando yo iba manejando, él casi siempre se ponía a componer sus discursos.

He escuchado que Monseñor Romero era una persona de trato difícil, enojado y muy exigente.
Él era serio y muy disciplinado, y quería que, y eso para mí quizá no era tan bueno, quería que los demás fueran igual a él. Recuerdo que allá en San Miguel pasó un medio lío, cuando él salió unos meses del país y, al regresar, vio que los otros padres de la iglesia de Santo Domingo habían puesto una mesa de billar, recibían visitas de muchachos y muchachas… A él no le gustó nada todo aquello y lo sacó todo.

¿Tuvo algún encontronazo con él?
Yo era joven y tenía mis amigos. Recuerdo que una vez me descubrió con olor a cerveza, me gritó: «Mirá, venís bebido. ¡Así no vengás aquí! ¡Así no te quiero ver aquí! ¡Vas a agarrar vicio!» Yo también fumaba, y a él eso tampoco le gustaba. «¡Venís hediondo a cigarro!», me decía.

¿Hay algo de todo lo que se ha dicho y escrito sobre monseñor Romero que le moleste en especial?
De él siempre se decía que era comunista, que apoyaba la guerrilla… Y él no era para nada político, detestaba todo eso. Alguna vez yo le preguntaba si había visto las noticias, y él me decía: «Mira, aquí no vengás a hablar de esas cosas».

Ni siquiera cuando ya era arzobispo.
No, él siempre tuvo claro que no quería mezclar la Iglesia con la política. Y unos le decían que estaba sólo al lado de los ricos, y otros que sólo al lado de los pobres. Cuando la guerra estaba en su más grande apogeo, a su oficina en el seminario San José de la Montaña llegaban a pedirle ayuda los ricos y también los guerrilleros, incluso a pedirle hospedaje, y a nadie le decía que no.

Luego regresaremos a sus años como arzobispo, pero nos interesa hablar sobre su tiempo como obispo de Santiago de María. ¿Qué tanto cree que influyeron en él esos dos años?
Poco antes de regresarse a San Salvador, él me dijo una vez que el tiempo más feliz de su carrera lo había pasado en Santiago de María, porque había convivido con los campesinos, con la gente humilde. Él era excesivamente generoso, la moneda que le llegaba la regalaba a los necesitados, por eso se murió sin cinco centavos… Una vez, una familia le regaló unos buenos zapatos, de los más caros, y me dijo: «Mirá, ¿qué tal están estos zapatos?» Yo los veo bien, le dije, y me pidió que se los diera al jardinero. «¿Y por qué no me los regalas a mí?», le pregunté. «No, porque vos ya tenés, pero el jardinero anda descalzo», me respondió. (…) Allá tuvo un contacto más directo con la pobreza extrema, conoció las condiciones de los cortadores de café…

Pero nunca se atrevió a reclamar a los terratenientes.
No, él se llevaba bien con los terratenientes, no los molestó. Él lo que procuraba era que los cortadores durmieran bajo techo, pero no se peleaba con los hacendados. Es más, tuvo algunos amigos allí…


«Se está metiendo en líos»


De regreso a San Salvador, ya como arzobispo, ¿hablaron alguna vez sobre los jesuitas, sobre el padre Grande?
Él era su amigo. Pero una vez me dijo: «Este Rutilio se está metiendo en líos, de repente lo van a…»

¿Eso antes de que lo asesinaran?
Sí, porque Rutilio tenía, pues, ese movimiento que hasta se tomaban las tierras. «Lo van a fregar», me dijo, «Y yo ya le aconsejé, pero bueno, él es así».

Cuando mataron al padre Grande, su hermano ofició la famosa Misa única, en contra incluso del nuncio.
Mire, es que él tenía disciplina, pero también una cosa que poco se dice… ¡él tenía valor! Por no decir otra palabra…

¿Pero cómo vivió ese atrevimiento de su hermano? ¿Pensó que lo iba a meter en problemas?
A mí me quitaron del trabajo por ser su hermano. Yo tenía un cargo muy bueno en ANTEL, de jefe. Y de repente llegó la orden, recuerdo que fue un viernes: me pasaron a la portería, a trabajar de las 7 de la noche 7 de la mañana. Yo iba a preguntar el porqué, que qué había hecho, hasta pedí audiencia, pero nunca me la dieron. Entonces, yo cumplí y me fui a la portería. Cuando logré hablar con mi jefe, me lo confirmó: «Es por su hermano». Pero no tengo nada que ver con él, le dije, ni mi hermano tiene que ver con los telégrafos, ni yo sé nada de curas. Cuando dieron la orden, mi esposa fue a visitarlo. Yo no me di cuenta, pero ella fue a decirle que me habían fregado. Él salió con que en todas partes está Dios, con que buscara otro trabajo, pero aguanté, y en octubre se vino el Golpe de Estado, hubo cambios en ANTEL, y todo se arregló.

Por cierto, monseñor Romero en su diario se quejó en repetidas ocasiones de ANTEL, dijo hasta que interferían la señal de YSAX, la radio del arzobispado.
En ese tiempo yo me sentía un poco incómodo. Por mi seguridad personal, porque mis hijos estaban con becas, y porque los amigos se iban apartando, me iban dejando solo, por temor, porque hubo gente que estaba convencida de que algo le pasaría a él y a su familia. (…)

¿Usted escuchaba las homilías de su hermano?
Sí, claro, y cuando tenía tiempo libre, me acercaba a la catedral o al Sagrado Corazón.

En las semanas previas al asesinato ya se sentía en el ambiente lo que podría pasar. ¿Cómo vivió esos días?
Yo recibía también muchas amenazas anónimas en mi casa, desde malcriadezas y groserías hasta algunas muy finas, en las que me decían que querían mucho a mi hermano y que yo intercediera. El viernes antes de que lo mataran (un lunes) me llegó un anónimo que decía algo así: si mi hermano no desiste de sus homilías, las horas las tiene contadas, que lo iban a secuestrar y que yo se lo dijera. Era bien pulida, bien nítida. Entonces fui a verlo y me dijo: «No le hagás caso, botálo».

¿Esa fue su última plática con él?
Cabal, en su oficina del seminario. «No te preocupés –me dijo–, y si me llega a pasar algo, vos vas a ser el primero de la familia en saberlo». Y fueron palabras proféticas, porque el 24 de marzo yo estaba trabajando cuando a las 6 y pico de la tarde me habló mi jefe y me dijo que fuera a la Policlínica, que habían herido a mi hermano. Yo ya sabía, verdad, y salí corriendo. Al llegar ni me querían dejar entrar, pero me identifiqué. Como a las 10 entraron todos mis parientes, y ahí estuve toda la noche.

¿Qué ocurrió después?
Recuerdo que un cura dijo que iban a hacer el asunto de la funeraria y me invitaron a mí. Fuimos a La Auxiliadora, y fue salir de la Policlínica y boom, boom, los bombazos. Esta es la señal, me dije, ya de aquí para allá nadie nos detiene. Íbamos tres sacerdotes y yo (…) Un padre dijo que como monseñor era muy humilde, íbamos a comprar la caja más barata, una de madera, pero para mí eso era pura tacañería. Yo entonces pregunté por el servicio más caro, que recuerdo que valía 7 mil colones. «¡Este vamos a llevar!», dije. Y ese otro padre salió con que era mucho dinero, que había que pedir una autorización a la curia. «Bueno –les dije yo–, si ustedes no quieren pagar, la familia verá cómo». Y menos mal que elegimos el caro, porque cuando lo iban a enterrar en catedral, ocurrieron las explosiones, y el ataúd lo halaban unos, y lo halaban otros. Si hubiera sido aquel de madera, ahí mismo lo despedazan.

¿Dónde estaba usted el día del entierro?
Yo, dentro de la catedral, a la par del cardenal que había venido de México (Corripio) Recuerdo que el ataúd lo pusieron en las gradas, y que me pidieron que diera un breve discurso con la biografía de él. Aquella plaza estaba rebosando, miles y miles. Yo decía: pobre gente, como está ahí aguantando sol… Entonces se dio lo de las bombas, la gente corrió para un lado y para otro, muchos querían meterse en la catedral, y otros agarraban la caja, la empujaban, la halaban, y algunos hasta se la querían llevar… Muchos estábamos tirados en el suelo: los curas, los obispos, todos, porque boom, boom… Y no nos dejaban salir, cerraron las puertas. A saber a qué horas nos sacaron (…) Recuerdo que dije que como humano sentía la pérdida de mi hermano, pero que como salvadoreño sentía la pérdida que había tenido el país, con un hombre de esa talla.


Estado de terror


Tras el asesinato, los escuadrones de la muerte impusieron un estado de terror en el que tener siquiera una fotografía de su hermano podía significar la muerte. ¿Cómo fueron esos años para usted?
Yo no me fui de El Salvador. Me preguntaban si tenía miedo, y yo creo que lo que me dio valor y serenidad fue el mismo dolor de haber perdido a un hermano que había sido tan bueno conmigo.

Con el Gobierno actual sí que se vio un cambio, al menos en cuanto a las muestras públicas de afecto. ¿Cómo vivió todo esto en un plano personal?
Honestamente, me agradó mucho que el presidente Mauricio Funes fuera a rezar a la tumba de monseñor Romero antes de asumir la Presidencia. Y sí, hubo un cambio. Un día vinieron de Cancillería aquí, a la casa, y ahí donde ahora están sentados ustedes estuvo el Ministro de Relaciones Exteriores, Hugo Martínez. En chancletas lo recibí, porque ni me avisaron de que iba a venir. Ahí me explicaron de los planes de hacer un monumento y todo lo demás.

Han cambiado las formas, pero este Gobierno ya ha dicho que no hará nada por derogar la Ley de Amnistía que impide juzgar en el país a los asesinos de su hermano.
A mí alguna vez me han preguntado por eso, y yo respondo lo mismo que decía monseñor: «Yo quisiera cumplida y pronta justicia». Lo que quiero es que se sepa la verdad (…)

La figura de Monseñor Romero crece cada año, pero no así los valores de humanismo, justicia y bondad que él promovió. ¿Cómo se explica esta aparente contradicción?
Siempre que platico sobre mi hermano se me vienen cosas de él y, ahora que me preguntan eso, recuerdo que cuando la guerra iba a empezar él me dijo: mirá, la guerra no la detienen ya, yo hablé con medio mundo para que se sienten a dialogar y ninguno quiere aceptar, así que lo que viene va ser terrible, pero lo más terrible es lo que vendrá después de la guerra. Yo entonces no le entendí. ¿Cómo que después de la guerra va a ser peor? Y parece que así está siendo…



Del diario El Faro de El Salvador. Entrevista publicada en agosto de 2011 y reproducida el 5 de febrero de 2015. Recogida por Aleteia.
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